Tengo tiempo para pensar. Tengo tiempo para pensar porque estoy encerrado. Porque no puedo dormir. Porque el gobierno me lo dio, aunque no me preguntó primero si lo quería.
Y pienso en Héctor.
De cincuenta-y-largos, petiso, gordo, pelado. Era el guardia del edificio de mis viejos. Además de guardia, decía ser espía.
De jueves a lunes, de 8 de la noche a 6 de la mañana, se sentaba en la mesa de entrada del edificio. Tenía una computadora, una laptop. Me decía que aprovechaba las horas de la madrugada para avanzar con su “otro trabajo”.
Una noche llegué a eso de las dos de la mañana. Venía de verme con una mina que nunca me dio bola. Mi plan era irme directo a dormir, pero Héctor tenía otros planes. Me empezó a sacar charla, y esa charla se convirtió en un monólogo, y antes que me diera cuenta eran las 6 de la mañana y seguía ahí.
Esa madrugada me contó muchas cosas. Me contó que su familia quería que se hiciera cura y que él se había escapado para hacerse policía. Que había sido el amante de una cuarentona con una libido desenfrenada. Que había ganado mucha guita jugando en el casino. Que había sido custodio de Perón en su última presidencia. Que él sabía cómo había muerto realmente. Y que no, no iba a contármelo.
El sol salió, su relato terminó y su turno también. Él se fue a su casa y yo a la mía.
Ya no tenía sueño.
Unos meses después volvía de ver a la misma mina que no me daba bola -qué puedo decir, si vas a chocar con la misma piedra, no pares hasta que te sangre el pie- y cuando entro lo veo tirado en el piso, mirando el techo, como si su hubiera acostado para relajarse un rato.
Lo veo y le digo, ah Héctor, ya perdimos todos los escrúpulos, pero no responde, y ahí me doy cuenta que tiene los ojos cerrados. Lo sacudo y los abre. Hablaba modulando apenas.
-Mmmeh caí… mmmmeh bagó la pressssión. Shhhamá al SAME.
Marco el número del SAME mientras que Héctor se sienta en el piso.
Pasame mi bolsito, me dice, y se lo paso. Mirá Juan Francisco, yo tomo todo esto, me muestra varios blisters, pero decile al médico que sólo tomo ésta, y por nada en el mundo dejes que me lleven en la ambulancia.
Llega una médica y un enfermero. Le dicen que está bien pero que hay que llevarlo, que hay que hacerle estudios. Él se niega. Entonces la médica se me acerca, trata de razonar conmigo. Pero yo ya tenía mis órdenes y no iba a desobedecerlas.
Se fueron y en el momento en el que salieron Héctor me dice, escuchame, llevame… no a mi casa… llevame a la cueva. Yo de ahí llamo a mi familia y a los custodios.
Muchas veces me había hablado de la cueva. Un departamento extra que tiene en capital. Nos subimos al taxi y él dijo la dirección. Creo que era Virrey algo.
En el taxi hablamos de Pepe, uno de los vecinos del edificio. El tipo tenía noventa-y-algo y vivía en el primero B. Nunca tomaba el ascensor. Siempre las escaleras. Decía que eso lo mantenía vivo, pero fue justamente eso lo que lo mató. Subiendo las escaleras se resbaló, se golpeó la nuca contra el piso y dejó un charco de sangre que hasta el día de hoy ninguna lavandina pudo borrar.
Héctor no puede parar de cagarse de risa con eso. ¿Vos entendés la ironía?, me dice, el tipo pensaba que se estaba alargando la vida y se la terminó acortando. Un pelotudo.
El tachero nos mira por el espejito, un poco asqueado por el morbo.
Llegamos a la dirección y subimos al departamento. Es como me lo imaginé, sobrio. Una mesa, una cama, una televisión y algunas fotos de él con su familia. Nada más.
Me invita a sentarme en un silla. Se sienta en la otra. Le digo que llame a su mujer y a sus hijos, pero me dice que no, que prefiere llamarlos en un rato, cuando yo me vaya.
Me levanto y le digo que es tarde. Que mejor me vuelvo a casa. Asiente con la cabeza, se para, me da plata para el taxi de vuelta y nos despedimos.
Mientras salgo pienso, quizás ésta es su casa. Quizás la chocó fuerte, muy fuerte, y la mujer y los hijos lo dejaron. Quizás esto es lo único que tiene. Fantasías. Fantasías de que ésta no es su casa, de que es espía, de que sabe cómo murió realmente Perón.
Camino hasta la esquina. La calle está desolada y hace frío. Siento que alguien me habla y me doy vuelta. Es una prostituta. No me ofrece sus servicios ni nada de eso. Sólo me pregunta para qué lado queda 9 de Julio. Para allá.
Busca lo mismo que yo. Un taxi. Sólo tomo radio-taxi, me aclara, pero igual viajo atenta. Hoy en día no se puede confiar nadie.
Y es verdad. No se puede confiar en nadie. No se puede confiar que sea cierto lo que dice Héctor. No se puede confiar que sea cierto lo que escribo yo. Todo puede ser una fantasía, un delirio.
Pero igual, ¿qué carajo importa?