El plan era simple. Buscar el amor en la cuarentena.
El plan no era simple.
Prendí mi teléfono y abrí Tinder. Derecha, izquierda, arriba, chat. Pasás por miles de perfiles. Perfiles con descripciones que te dicen que estudian, que trabajan, que ni estudian ni trabajan, pero si te querés fumar un porro, están. Te perdés un poco. Entrás en un trance y de repente son las 3 de la mañana y te das cuenta que deberías haber ido a dormir hace dos horas, y dejás el teléfono y te acostás, pero lo sentís vibrar y vas y chequeás, y es que te contestó, y le contestás y pensás:
Mañana la voy a pasar como el culo.
Esas noches de insomnio me consiguieron un par de matches. Uno de esos fue una chica que estudia Hotelería y Turismo en la UADE. La mina laburaba en un hotel. Laburaba, porque la echaron. Y así que la tenemos a ella acá, sin laburo ni manera de pagarse la facultad, hablando con extraños. Entre ellos, yo.
Me cuenta que la UADE no tiene un plan de emergencia para alumnos a los que les pasó lo mismo que a ella. Que no sabe qué va a hacer. Le contesto lo único que se puede contestar en una situación como esa.
-Qué cagada.
La conversación sigue un poco, hasta que no sigue más y paso a la siguiente.
Esta otra mina es aprendiz de tatuaje. Una chica bien un poco mal. A la mitad de la conversación me doy cuenta de que la conozco. Era la mina que le gustaba a un amigo. Una mina con la que casi salió.
Le cuento y nos reímos. Le pregunto por qué nunca salieron con mi amigo. Me dice que se colgaron, pero que a ella le hubiera gustado que pase.
Se me ocurre algo y se lo propongo. Yo le voy a escribir a mi amigo y le voy a decir que hablé con una amiga tuya y que me contó que a vos te gustaría verlo. Vos actúa como que esta conversación nunca ocurrió.
Aceptó y pusimos el plan en marcha. Mi amigo le habló. Creo que está yendo bien.
Oso, si estás leyendo esto, perdón por mentir.
Sigamos.
Tinder abrió las fronteras, así que podés matchear con alguien de cualquier parte del mundo. Y así fue. Mi siguiente match fue una bielorrusa que se llama Tatsiana. Hablamos un poco sobre nuestras diferencias culturales. Me cuenta que su presidente no declaró la cuarentena y que simplemente les recomendó a los ciudadanos “tomar mucho vodka e ir al sauna”. Algo así como un Trump de Europa del Este.
Tanya -me dice que le diga así- trabaja de enfermera. Se pasa todo el día encima de una ambulancia. Odia su trabajo. Tiene depresión y ansiedad y toma Venlafaxine. Me cuenta que cuando está realmente mal no se baña por días. Y toda esta conversación se convierte en algo demasiado personal, y pienso que quizás sea por eso. Nunca nos vamos a ver. No tiene por qué mentir. Simplemente me dice las cosas.
Le propongo tener una videollamada y una birra. Me contesta con una nota de voz en inglés que apenas entiendo por su acento. El sábado a la noche va a salir con sus amigos, pero va a volver a eso de la medianoche (las seis de acá). Si no tengo problema en tomar cuando acá es temprano y allá es tarde, no hay problema.
Pero ya es demasiado tarde. Esa llamada nunca ocurre. Quizás hubiera sido demasiado intima. Quizás -ahí- no podría haberme dicho las cosas.
El siguiente match fue Maru. Está a punto de recibirse de dentista. Le queda un año, o mejor dicho, le quedaba un año, hasta que explotó todo esto y la mandaron a quedarse en casa. Se estresa por la incertidumbre y hablamos de música y películas y libros y esas cosas de las que uno habla. Creo que es uno de los chat más divertidos hasta ahora, pero al final termina con un mensaje en visto y eso es simplemente eso.
última vino Ema. Así le dicen las amigas. Repito las mismas preguntas que hice en los otros chats, sin esperar mucho. Pienso que es imposible que ahora se me dé la cita por zoom, pero se me da.
Hacemos la videollamada. No hay mozos trayendo tragos, no hay música sonando de fondo. Sos vos, una cámara, una pantalla, y ves lo que ves.
Hablamos de veranos en Pinamar, de una amiga suya que rompió la cuarentena para ver al novio, de un chabón que solía ser amigo mío y ella conoce. Toma su aperol, me cuenta sus cosas, y esto lleva casi dos horas y no doy más. Así que escribo en el grupo de mis amigos, rescátenme, ¿alguno me puede llamar?, y me llaman, y actúo como si fuera una emergencia y me voy.
Termino la semana agotado, habiendo escrito al menos cuatro mil jajas sin reírme. Sabiendo que no voy a volver a hablar con ninguna. Que es sólo otro experimento para la columna. Y al final lo único que puedo sacar de todo esto es que el amor en los tiempos del coronavirus se parece bastante al amor en los otros tiempos.
Está lleno de desencuentros.